Había una vez un rey muy poderoso que se puso gravemente enfermo. Iba a morir y estaba desesperado. No entendía cómo, con todo su poder y todas sus riquezas, tenía que morir. Hizo llamar a sus magos para que lo curasen con su arte, pero todos habían huido del país por miedo a que el rey les ahorcara. Tan sólo quedaba el mago más viejo, al que nadie hacía caso porque lo consideraban estrafalario y algo ido.
Hacía muchísimos años que el rey no le consultaba nada, pero esta vez le mandó llamar.
-Puedes salvarte- le dijo el mago, -pero con la condición de que cedas el trono por un día al hombre que se asemeje más a ti. Él morirá entonces en tu lugar.
Inmediatamente, el rey ordenó que se hiciera en todo el reino la proclama: Que se presentaran ante el rey todos aquéllos que se parecieran a él. Quienes no lo hiciesen en veinticuatro horas, serían condenados a muerte.
Se presentaron muchísimos. Todos se parecían en algo, pero no en la mayoría de los rasgos. El mago los descartaba uno a uno. El rey se enfurecía, pero el mago le dijo que, si la elección no era correcta, no sería posible el cambio.
Al anochecer, paseaban por las murallas el rey y el mago, cuando éste exclamó:
-Ahí está el hombre que se parece a ti más que cualquier otro- dijo señalando a un pordiosero cojo, semiciego, jorobado, sucio y enfermo.
-¡Imposible- contestó el rey, -entre nosotros hay un abismo!
-Un rey que se ha de morir sólo puede parecerse al más pobre y desgraciado de todo el reino. Cambia tus vestidos por los suyos, súbele al trono y te salvarás.
Pero el rey no quiso admitir de ninguna manera que se pareciese al mendigo. Volvió a su palacio muy enfadado, y aquella misma noche murió con la corona puesta y el cetro en la mano.
(G. Rodari)
No hay comentarios:
Publicar un comentario